jueves, 29 de enero de 2009


Hoy me desperté a las 7.30 am, como es costumbre hace unos meses. Camila seguía dormida con la boca entre abierta y enredada en el edredón verde limón con bordados de mariposas. Fui a la cocina, como es costumbre hace varios años, a preparar el jugo de papaya con limón que tomamos todos en esta casa, pero a mí me sale más rico, según mis embaucadores roomates. Mientras preparaba el tradicional brebaje, recordé una de mis últimas anécdotas domésticas. Camila, luego de algunas frustraciones usuales del aspecto femenino, había decidido comprarse cera para untársela en las piernas y acabar de raíz con el problema. Yo que había tenido una dificultosa infancia en relación a estos temas (brackets, pelo esponjoso, etc, etc) y poca asesoría práctica de parte de mi madre, me solidaricé con ella como es debido y la llevé a comprar la justificada herramienta. Luego de realizada la misión, dejé a Camila en la casa de sus abuelas, es decir, mi abuela y la suya ó mejor dicho su bisabuela y su abuela, donde por cierto tengo la suerte de poder dejarla sabiendo que estará cuidada, querida y protegida de todo mal. Ahí la pasa muy bien, le preparan lo que le gusta, la llevan al cine y tiene la suerte de compartir la sosegada vida que tienen en común.
Partí hacia alguna diligencia, como es costumbre (yo no pertenezco al grupo de las privilegiadas lamentablemente). Demoré algo más de lo debido y cuando volví, Camila y mi mamá estaban sentadas en su cama, mirándose asustadas entre ellas y hacia las piernas verdes y endurecidas de Camila. Primero emití la risotada respectiva sin mayor sobresalto ni aflicción. Me acerqué a demostrarles con ostentosa ecuanimidad cómo se debía arrancar la cera. Cuando intenté sacar el primer pedazo, Camila gritó. En el segundo intento Camila gritó más, y así entre gritos y el estrés preliminar a una noche que se iba vislumbrando complicada, mi mamá me explicaba que lo habían intentado de varias maneras, que habían estado en la labor desde hacía tres horas atrás. Camila entre sollozos, decía lo mismo, que no soportaba el dolor y que no podía: “No puedo ma, no puedo , me duele ma”.
Yo miraba sus piernas envueltas en esa lámina verde, que hasta hace unas horas no representaba más que un inofensivo ritual, cuando entonces comprendí el problema. El error había sido ponerle el mejunje de una sola vez y en un área tan grande. Se había secado demasiado no convenientemente y no había otra forma de resolverlo que tirar de ella pedazo a pedazo, grito a grito, retorcida tras retorcida mientras un ejército de lágrimas entraban por los pucheros estrella de la tradición camilicious. Yo tenía erizados todos los bellos y no bellos del cuerpo. Camila luchaba por convencerme que no había engrimiento ni táctica detrás de sus genuinos lamentos. Yo tenía hambre, sueño y miraba el reloj, 9pm. Me repetía a mi misma: "Fucking cera". Una minicarcajada emergía derepente. No sé si de nervios ó de puro sometimiento con la vida materna. Ella que decía: "No te rías", con cara de llanto y otra de esas risas pero solapada en sus comisuras tembleques. Sus párpados cada vez mas inyectados me fueron convenciendo. Esto era cuestión de paciencia. Nada que no cure un abrazo, una buena apapachada y un: "mala cera, mala" Y así pedacito a pedacito, maldeciendo juntas la hora en que llevamos a cabo con inocencia la nefasta compra, llegamos hasta el último centímetro de muslo. Qué alivio.
Memorables pucheros los de aquella irritante y a la vez conmovedora sesión trunca de bélico afán estético femenino. Luego de una testaruda resistencia e impacientes llamadas de atención al valor, terminé por sucumbir al profundo instinto de mamá Ingles, que se esconde bajo los rasgos de bruja, característicos de la mamacita soltera.
Camila se despertó, voy a servirle su jugo.

miércoles, 14 de enero de 2009

LAS ABUELAS

Yo vivo en Rodolfo Rutté. La misma calle donde vivió mi bisabuela de parte de abuelo, mi bisabuela de parte de abuela, mi abuela de parte de madre, mi madre y mi tía abuela.
Aquí el tiempo se ha detenido en un ritmo muy pausado y un escenario poblado de señoras de pelos ondulados recogidos sobre el cuello, vestidos floreados, largos hasta las pantorrillas gordas que descanzan sobre sus pies con chanclas. Así como Nora; mi tía abuela, Vilma la vecina y Aida la otra vecina que siempre mira desde su valcón y núnca saluda.
Hoy es 14 de Enero del 2009, han pasado 12 años desde el 96, 12 años y miles de planes y cambios que al final me condujeron a esta misma casa que alberga a mi familia y compañeros desde hace más de 80 años. La última de las casas donde pensé aterrizar, quizá por miedo a convertirme en una de esas señoras que ahora comparten conmigo la cotidianidad y con un saludo me hacen caer en cuenta del vestido floreado que llevo puesto, o la actividad ordinaria que estoy realizando, como comprar en la bodega el papel de Navidad para mi naciemiento.
Generaciones de madres de mi familia han pasado por esta casa. Han cocinado al medio día el almuerzo mientras escuchaban el sonido de las voces de las casas aledañas subiendo por los conductos de ventilación, entrando por las ventanas, traspasando paredes y techos. Con el televisor encendido para no perderse la novela, ó escuchando las canciones que las transportaban donde sus sueños no alcanzaron a llevarlas. Celebrando la ceremonia de la vida, mientras yo ahora hago un alto y corro al espejo a ver si ya me convertí, si me veo igual que ellas a pesar de mis esfuerzos por correr en el sentido contrario.
Escucho la voz de Camila contándole a Nora lo bien que salió en el colegio. Ella le pregunta que cocinaré yo. Camila contesta que guiso de atún y confirmo que sí; soy una más, una más de estas madres de clase media en una calle de Magdalena, interpretando la rutina universal del individuo común y silvestre.
Salvo las manchas de pintura en mis manos rescatándome del medio día inherente a la comunidad rodolforutiana, soy la misma, una copia de mis predecesoras, desde la más sumisa hasta la más revelde, desde la más abnegada y conforme, hasta la más reacia a ser lo que uno es: "Una madre que cocina".
Son la 1.30 y debo enjuagar los pinceles. Abandonar el viaje de lilas para entrar en los rojos del tomate que debo picar y el verde de la albahaca que me encanta en la salsa roja.

viernes, 9 de enero de 2009

aventajada precoz

No incautos, una mamacita soltera no es una curvilínea y bien conservada bedetona.
Una mamacita soltera, es una mamá chiquita que por lo general es visitada por la cigüeña a temprana edad y sin previa aviso. Suelen tener una expresión inocente a pesar de tener una evidente avidez por experimentar cosas nuevas. Avidez que podría volverse en contra de sus torpes pasos, dirían algunos. Yo en calidad de susodicha, opino que es una lección de vida que trasciende los límites del común discernimiento y supera todas las expectativas.
También existe la sobreviviente. La mamacita casada joven, felizmente separada. Así como mi madre, sansilvestrina característica, quién a los 19 años gozó de los gajes del pañal de tela y resistió estoicamente las trasnochadas y privaciones respectivas al lado de un bigotón, PNP, con delirios de cuartel.
Tenemos las del tipo ejecutivo, como mi prima Janet, máster en administración y metódica madre de familia, con quien he compartido la libertad quinceañera que todo lo tiene y todo lo puede, así como primeras bombas y escapadas en la noche a tijeras a buscar al que en ese entonces (desconocía) sería el papacito de mi hija.
Las del tipo bien casada como Mónica, quien se ha ganado un lugar en esta lista por pura arbitrariedad y por su capacidad para ser una madre ejemplar y a la vez conservar la vitalidad e inocencia de su niña interior. Esa que reconocemos en cada de una de nosotras, bajo los sastres y bolsas del mercado, cuando sonreímos cómplices por tener un secreto en común.
Y la última y menos conveniente; la del tipo artista (como moi), menuda ojiredonda, que disfruta del sol y las carcajadas. Salir al cine con su bebota de 12 años, pintar, escribir y soñar despierta con mundos distintos a este. Menos mal la bebota es más aterrizada y me comprende.
Todas somos las mismas niñas de jeans rotos y ojos audaces, solo que además tenemos el privilegio de encargarnos de otra vida; de ahí la prudencia para ecualizar adecuadamente las revoluciones y la capacidad para el equilibrio. Eso te da la maternidad: sabiduría. Eso es una mamacita soltera: una aventajada precoz
Va para todas las madres